Carta de apoyo de Mónica González

Roberto Garretón Merino al Premio Nacional de Derechos Humanos 2020

Mónica González Premio Nacional de Periodismo 2019

Para todos nosotros, que desde los tiempos de la dictadura –y otros que por ser más jóvenes se han incorporado después- hemos mantenido una participación activa en la defensa de los Derechos Humanos en nuestro país y en otras latitudes, es un honor y motivo de gran orgullo presentar al abogado Roberto Garretón Merino (78 años) al Premio Nacional de Derechos Humanos 2020.

Lo hacemos porque nos asiste la convicción de que este abogado es una de las personalidades que más ha contribuido en Chile a la defensa de la vida, la libertad, la verdad y la dignidad en los momentos más dramáticos y oscuros de su historia reciente.

Y fue más allá, porque su tarea no se detuvo en 1990, cuando Chile recuperó la democracia: llevó su talento, conocimientos y coraje a los más altos sitiales de la defensa universal de los Derechos Humanos, como embajador del Gobierno de Chile y como jefe de misiones especiales de Naciones Unidas en África, haciendo de esta tarea el sentido profundo de su trabajo incansable, cuyos logros han sido reconocidos y han dejado huella.

Hay otro elemento en las múltiples tareas desarrolladas por Roberto Garretón en los últimos 45 años –todas en el ámbito de la defensa de los Derechos Humanos-, que nos impulsa a presentar su nombre para este premio. Y es la huella ética con la que impregnó siempre su arduo trabajo. No hay nadie que lo haya acusado jamás de haber discriminado a alguien por motivos políticos, religiosos o sociales. Muy por el contrario, su preocupación ha sido siempre, al mismo tiempo que salvar vidas y empujar la línea del horizonte de lo posible en esta difícil tarea, procurar que la ciudadanía entienda que los Derechos Humanos y su defensa son un deber de todos y una política de Estado. Y eso lo grafica en plenitud un hecho que cualquier persona puede constatar: jamás ha utilizado el sitial de honor que llegó a ocupar en Chile y también en otros países de Latinoamérica y la ONU, en beneficio personal. Menos para candidaturas políticas o para seguir una carrera funcionaria en un organismo internacional. Su historia de vida lo prueba. Y esa es la que queremos que hoy se premie, para entregar un ejemplo de vida y del profundo sentido que tiene la defensa de los Derechos Humanos a las nuevas generaciones

EL INICIO

El 11 de septiembre de 1973 Roberto Garretón tenía 31 años, estaba casado, ya tenía dos hijos y, siendo opositor al Gobierno de Salvador Allende, pudo quedarse en las mismas condiciones en las que desarrollaba su trabajo y que le permitían un buen pasar. Trabajaba para la Empresa de Agua Potable (estatal) y en su oficina privada se dedicaba como abogado laboralista a lo que le apasionaba: la defensa de los trabajadores en los juicios en que se buscaba terminar con abusos de todo tipo y malas prácticas por parte del sector privado y también del estatal. Y pudo hacerlo, porque siendo militante democratacristiano desde que estudió Derecho en la Universidad de Chile, no estuvo entre los perseguidos.

No lo hizo. Ese mismo día 11 de septiembre, cuando en la tarde pudo regresar a su hogar, le dijo a su esposa: “Marisa, pase lo que pase yo seguiré siendo un opositor”. Es cierto, Garretón no había sido indiferente a las señales del complot que se venía fraguando desde muchos meses antes del Golpe de Estado. Fue así como los que lo conocen desde entonces saben que hubo un hecho previo que lo marcó y que se relacionaba con su profesión y su profundo sentido democrático. Después de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, contra todo pronóstico, la Unidad Popular obtuvo un 44% de los sufragios. Y si bien la opositora Confederación Democrática (que agrupaba al Partido Nacional, la DC, el PIR y la derecha, al PRI y la DR) obtuvo un 55,7%, no logró su meta: los dos tercios del Senado que necesitaba para destituir el Presidente Allende. Poco después, cinco abogados y profesores de la Universidad Católica denunciaron oficialmente la existencia de un fraude en esa elección perpetrado por el Gobierno de Salvador Allende. Fue un gran escándalo político. Entre los firmantes estaban Hernán Larraín, actual ministro de Justicia y Jaime del Valle, quien sería más tarde ministro de Relaciones Exteriores de Augusto Pinochet.

Mostrando desde entonces que no se conforma con una mentira, aunque favorezca sus propias simpatías políticas, Garretón fue y se entrevistó con el subdirector del Registro Electoral de la época, Juan Ignacio García, quien participó de la investigación de dicho supuesto fraude. Y comprobó en esa conversación que la acusación no tenía ningún sustento. Por ello, días después del Golpe de Estado, cuando se encontró en los Tribunales con su amigo y camarada, el abogado Andrés Aylwin, no dudó en preguntarle qué se podía hacer para defender a los encarcelados, que ya para esos días sumaban centenares. La respuesta de Aylwin fue: “Los políticos no podemos hacer nada, porque somos unos fracasados”. Al fragor del despliegue de fuerza y violencia que hacían los uniformados en todo el país, esa respuesta tenía sentido en esos días.

Días después, ya en octubre de 1973, Garretón volvió a encontrarse con Andrés Aylwin en los Tribunales. Y lo primero que le dijo su amigo fue que lo que él buscaba, un grupo de abogados que defendiera a prisioneros y perseguidos, ya existía.

Le contó que estaban buscando abogados que asumieran esa tarea, los que obviamente tenían que ser democratacristianos o de derecha, porque los de izquierda estaban entre los buscados o bajo la lupa del nuevo orden. Cuando Garretón llegó a su oficina en la Empresa de Agua Potable, ya tenía un llamado que pedía respuesta: del influyente abogado Antonio Raveau, quien había sido Ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. De inmediato Garretón se comunicó con él, quien le informó que se había constituido el Comité Pro Paz y le preguntó si quería integrarse a su grupo de abogados. Su respuesta fue concisa y clara: “Sí”. Y cuando Raveau le preguntó “¿cuándo?”, Roberto Garretón replicó: “ahora mismo”. De las oficinas del Comité, ubicado en calle Santa Mónica, Garretón se fue a su oficina particular y allí lo estaba esperando su primer cliente. Ese sería su primera defensa de un prisionero político. Una decisión que tiene más mérito pues Roberto Garretón no era un abogado penalista. Tenía mucho que aprender y en condiciones muy difíciles.

A partir de ese momento, con contrato firmado, Roberto Garretón se sumergió en una vorágine. Por la falta de abogados para asumir esa titánica tarea, le llegaban dos o tres casos por día. Al frente de ese equipo estaba su compañero de universidad, José Zalaquett, de quien Roberto ha dicho “es probablemente la persona más inteligente que he conocido”. Con esa intensidad, solo hasta abril de 1974 Garretón logró conciliar su trabajo en la Empresa de Agua Potable y las defensas de prisioneros que veía cada día en el Comité Pro Paz.  

Renunció a su holgada posición en la empresa estatal y se involucró, ahora con más bríos y a tiempo completo, en la defensa de los acusados en Consejos de Guerra que carecían de toda legalidad. Lo hizo hasta el último día de 1975, cuando Pinochet ordenó que el Comité Pro Paz se cerrara. La huella de Garretón quedó plasmada en 103 Consejos de Guerra.

Lo que ocurrió en esos días es una de las páginas más vibrantes de aquella época oscura y que tuvo como protagonista principal a la figura más importante en la defensa de los Derechos Humanos en Chile en el siglo pasado: el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Pinochet alcanzó a paladear solo unas pocas horas el éxito de sus maniobras. Porque el 2 de enero de 1976, casi todo el equipo que formaba parte del Comité Pro Paz se trasladó solo de casa, de Santa Mónica a la Plaza de Armas, para seguir funcionando, esta vez bajo un único alero de protección: la Iglesia Católica. Había nacido la Vicaría de la Solidaridad y su primer vicario sería el sacerdote Cristián Precht (entre 1976 y 1979).

Por cierto que Roberto Garretón fue parte de esa mudanza. Pero experimentó cambios. Porque a la Vicaría ingresó como abogado de planta y muy pronto asumiría como segundo jefe de su equipo jurídico (encabezado por Alejandro González). Eso significó que ya no llevaría personalmente casos, sino que coordinaría el trabajo de los abogados. Pero también implicó que muchas veces fuera él quien diera la cara por la Vicaría ante jueces, ministros de cortes y autoridades de la dictadura. Nadie lo vio nunca quejarse por las duras tareas que debía asumir y cuyo riesgo todos los que trabajaban en esa casa de la Plaza de Armas conocían. De hecho, casi nadie supo que su esposa sufrió dos atentados en su auto y que tuvo otros episodios de amenazas directas, de las que, fiel a su férreo carácter, nunca habló.

Por el contrario, la discreción, la responsabilidad y el entusiasmo con que ha asumido cada tarea que enfrenta han sido características que lo han acompañado siempre. También su recia personalidad, la que sabe sacar a flote cuando la situación lo amerita.

Y en esos tiempos hubo muchas. A ello se suma la autoridad jurídica y ética que fue adquiriendo por su rol en la defensa de los perseguidos y los familiares de las víctimas, lo que lo convirtió tempranamente en un blanco para los servicios represivos de la dictadura.

Ese año 1976 la represión en Chile también experimentó cambios. Fue el año de la cacería que desplegó la DINA y el Comando Conjunto a la cúpula del PC. De la represión masiva se pasó a los asesinatos selectivos, mientras en las calles seguía desapareciendo gente. El trabajo se hizo más intenso pues había que intentar derribar el muro de complicidad y silencio infranqueable que rodeaba a los tribunales, por la vía de entregar recursos de amparo con pruebas cada vez más difíciles de refutar sobre la violenta y criminal represión que se desplegaba por las calles del país. Los que los conocemos desde entonces, sabemos que Roberto Garretón no bajaba los brazos. Y que más de una vez explicitó una frase que haría historia en Chile:

“En tribunales debe quedar la prueba de su gran cobardía, porque algún día podremos abrir una brecha”.  

Puede que fuera entonces que Roberto Garretón encontraría la fuente inagotable de la fuerza que lo vimos desplegar en esos años. Porque alguna vez en esos días, ante un  nuevo hecho de violencia que sacudía las conciencias de todos y hacía que algunos dudaran de la efectividad del trabajo de la Vicaría de la Solidaridad, lo escuchamos decir:

“La defensa de los Derechos Humanos es la máxima expresión de la justicia por las vías pacíficas”.

Fue en ese tiempo que Roberto hizo uno de sus grandes aportes a la lucha por la defensa de la vida. Bregó porque no se denunciara la existencia de personas “desaparecidas”, ya que el calificativo podía corresponder a una desaparición por múltiples motivos y no por razones meramente políticas. Debía precisarse que eran “desaparecidos por obra de los aparatos represivos del Estado”. Y fue así como se impuso el concepto “detenido desaparecido”, aunque a sus familiares les costó mucho asumirlo por todo lo que significaba siquiera verbalizarlo.  Un hito que marcaría la lucha de los familiares de las víctimas cuando años más tarde, una vez recuperada la democracia, la justicia pudo procesar a los culpables a través del delito “secuestro calificado”. El Terrorismo de Estado también se abrió paso en Tribunales.

Pero en esos años negros, en la Vicaría de la Solidaridad no daban abasto con todo los requerimientos, todos dramáticos y urgentes, que copaban sus jornadas. Roberto Garretón se multiplicaba. Había que ocuparse de los prisioneros que todavía quedaban en campos de detención, de los familiares de ejecutados y de “detenidos desaparecidos” que exigían saber el destino de sus seres queridos y justicia a pesar del violento silencio de los jueces y la represión que también los golpeaba día a día. A ello se agregaron más tarde los chilenos que habían debido escapar de la dictadura y que empezaron a iniciar el lento regreso al país.

Allí también Roberto Garretón dejó su huella, porque se hizo cargo de una nueva área de trabajo en la Vicaría de la Solidaridad: el Programa de Atención a los que quieren retornar.

El año 1984 marcó otro hito en la vida de Roberto Garretón. Fue el año en que desertó de la FACH el suboficial Andrés Valenzuela Morales, quien había pertenecido a una organización represiva hasta ese momento desconocida, pero que tenía muchas de sus víctimas en los archivos y expedientes de la Vicaría: el Comando Conjunto. Valenzuela fue sacado del país. Pero los costos para el grupo que trabajaba en la Vicaría fueron terribles: en marzo de 1985 la noticia de la detención en lugar desconocido del jefe de Documentación del organismo, José Manuel Parada, junto al dirigente gremial de los profesores Manuel Guerrero, cayó como una bomba. De inmediato Roberto y sus compañeros se movilizaron para intentar rescatarlo con vida. Golpearon muchas puertas. Fue inútil. Parada, Guerrero y Santiago Nattino aparecerían degollados en un sitio eriazo en las afueras de Santiago. Fueron días de horror en los que Roberto Garretón no tuvo tregua. Para los que los vimos actuar en esas horas, puede que hayan sido los días en que la frustración y la desesperanza impregnaron su voz. Pero solo por un lapso de tiempo. Porque de inmediato arremetió en los tribunales con el testimonio legalizado de Andrés Valenzuela en la mano. El juicio que se inició, y que estuvo a cargo del entonces ministro de la Corte de Apelaciones Carlos Cerda, remeció muros y conciencias. La verdad que durante años habían denunciado los familiares sobre la detención y asesinato de sus seres queridos, en escritos que los abogados de la Vicaría llevaban día tras día a tribunales, sin resultados, emergió potente y demoledora. La frase “Nunca mentimos” cobró más sentido que nunca, haciendo a muchos bajar cabeza y ojos de vergüenza.

Uno de los aspectos más notables del trabajo desarrollado por Garretón en la Vicaría, fue su respeto permanente a los familiares de las víctimas y a sus organizaciones. No dejaba espacio ni para discursos paternalistas o líricos y menos para la compasión. La dignidad que se respiraba en esas reuniones se palpaba.

Eran jornadas duras, invadidas por la desconfianza, el dolor, el miedo, la falta de esperanza y también por la carencia de condiciones mínimas materiales y síquicas que permitieran una vida cercana a lo normal. Nada de ello enturbió esa relación que se mantuvo –y se mantiene aún- por muchos años. Hasta hoy esos familiares, y los hijos que han tomado el relevo,  guardan por Roberto una profunda gratitud y respeto. No hay en esa relación ni un atisbo de sujeción ante la superioridad del abogado. Es la confianza y el profundo cariño que se tiene por el hombre que supo llevar su verdad y su dolor ante los tribunales y ante los organismos internacionales con dignidad, con firmeza, sin hacer concesiones y con un implacable fundamento jurídico sobre cómo se defiende el derecho a la vida en un régimen dictatorial.  

Fue en esas tribunas, a las que Roberto Garretón llevó la voz de las miles de víctimas y de sus familias, donde desplegó las más duras acusaciones contra los asesinos y sus cómplices. Fue allí donde mostró su voluntad inquebrantable y el profundo sentido democrático que le había dado a su profesión.

Nunca se sometió, nunca hizo concesiones ni transó con el objetivo que se le incrustó en la piel: las violaciones a los Derechos Humanos deben ser juzgadas en Chile, debe necesariamente conocerse toda la verdad, y a los culpables no puede aplicárseles ni Ley de Amnistía ni prescripción.

En este punto, los firmantes de esta carta queremos hacer una puntualización. Y lo hacemos, porque queremos ser fieles a lo que ha sido la vida y el actuar de Roberto Garretón en estos 45 años. No postulamos a Garretón afirmando que fue el abogado más importante del Comité Pro Paz ni la personalidad más merecedora de elogios y honores de todos aquellos hombres y mujeres, abogados asistentes sociales, secretarias, contadores, procuradores, médicos, sin distinción de labores, de opiniones políticas ni de creencias y religiones que cumplieron una misión tan loable en la Vicaría de la Solidaridad. Garretón fue parte de ese batallón que escribió una de las páginas más honrosas de nuestra historia reciente, una pieza clave que se destacó por todos los motivos que aquí reseñamos y también por su generosidad y solidaridad.

Hasta hoy Garretón le rinde homenaje a sus compañeros sin ensalzar jamás su propio rol. Esa modestia, que llega a la exageración, es otra de las razones que nos motiva a postularlo a este premio.

LA TAREA CONTINÚA

En 1990, ya instalado el Gobierno democrático, el Presidente Patricio Aylwin lo nombró embajador en materias de Derechos Humanos. Nunca como en esos cuatro años la política de Derechos Humanos de Chile se desplegó tanto por el mundo. Una de las tareas más desconocidas que asumió Garretón en esos años la hizo en Argentina.

Fue una misión reservada que cumplió en Buenos Aires y que consistió en rescatar de un rincón del archivo de la justicia de esa ciudad, el expediente del juicio por espionaje que se le hizo a Enrique Arancibia Clavel, quien fuera jefe de la DINA en Buenos Aires entre 1974 y 1978.

Arancibia Clavel fue enjuiciado y liberado en 1978 hasta que mucho más tarde (XXXX) volvería a ser encarcelado por su participación en el crimen del general Carlos Prats y su esposa en Buenos Aires. Pero ese año 1990, Arancibia estaba libre, circulaba ufano por las calles de Buenos Aires, nadie lo interpelaba. Ignoraba que los expedientes que le incautaron durante su detención en 1978, un grueso legajo de su correspondencia e intercambio de documentos con los jefes de la DINA en Santiago, había sido descubierto y ocultado en el mismo archivo judicial para impedir su destrucción. Gracias a la gestión reservada de Roberto, ese grueso legajo, el único archivo de la DINA que se ha encontrado hasta ahora, pasó a formar parte del expediente del asesinato del general Carlos Prats en Argentina y de allí llegó a los tribunales de Santiago, donde sirvió de sustento para identificar a los responsables de los crímenes de la llamada “Operación Colombo” y de otros asesinatos cometidos por la dictadura.

La excelencia de su trabajo ininterrumpido en la defensa de los Derechos Humanos, y el respeto adquirido en organismos internacionales por ello, fue lo que hizo que en 1993 fuera nombrado Relator Especial de la ONU sobre los Derechos Humanos en Zaire (hoy República Democrática del Congo). En esa catástrofe humana, Roberto Garretón también dejó su huella. Su trabajo fue de tal magnitud, que no solo obtuvo reconocimiento de todos quienes lo evaluaron y de las organizaciones de ese país, sino que se le renovó el mandato hasta permanecer ocho años en esa tarea.