La defensa de los Derechos Humanos, una tarea universal

por Roberto Garretón 10 octubre, 2008

Más de alguna vez me he sentido en la obligación de dar disculpas por la conducta de mi propio país. Chile, junto a Sudáfrica, han sido los más beneficiados por la solidaridad internacional. Pero lamentablemente no supo responder a tanta generosidad…

Las líneas que siguen recogen mi experiencia de haber estado vinculado durante 25 años a la defensa y promoción de los derechos humanos, desde tres ángulos diferentes: primero como abogado defensor en mi propio país, Chile, en los espacios abiertos por las Iglesias, desde que el 11 de septiembre de 1973 el dictador Pinochet se hizo del poder. Terminada la tiranía, el Presidente Aylwin me nombró embajador ante los organismos internacionales de derechos humanos; y al dejar ese cargo fui nombrado Relator Especial de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU para la actual República Democrática del Congo, en ese entonces Zaire.

Celebramos los 50 años de la Declaración Universal con dos motivos de satisfacción: primero, porque después de más de diez años de labor la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas aprobó una declaración que proclama fundamentalmente el derecho humano de promover la protección de los derechos humanos, tanto en el plano nacional como internacional. A pesar de sus limitaciones, producto del necesario –aunque a veces irritante- consenso, la declaración hace aportes realmente importantes. Y segundo, porque luego de casi cincuenta años se aprobó la creación de una Corte Penal Internacional Permanente, en cuyo mandato se incluye el juzgamiento de las más graves violaciones de los derechos humanos. Es sobre el primer tema que escribo estas notas.

En otras ocasiones he destacado que la defensa de los derechos humanos tiene una dimensión humanitaria y otra política. Sobre la primera, que es evidente, no insistiré ahora. La segunda suele ser motivo de críticas de los gobiernos, y, en actitud incomprensiblemente defensiva, negado por los defensores.

Yo insisto en que la defensa y promoción de los derechos humanos es esencialmente política, como políticas son las más graves violaciones: no sólo se trata de liberar a un preso, curar a un torturado o encontrar a un desaparecido, sino que suprimir la detención arbitraria, erradicar la tortura y hacer imposible las desapariciones. El preámbulo de la nueva declaración reconoce “la valiosa labor que llevan a cabo los individuos, los grupos y las instituciones al contribuir a la eliminación efectiva de todas las violaciones de los derechos humanos de los pueblos y los individuos, incluso en relación con violaciones masivas, flagrantes o sistemáticas como aquellas resultantes del apartheid, de todas las formas de discriminación racial, colonialismo, dominación u ocupación extranjera, agresión o amenazas a la soberanía nacional o la integridad territorial, y de la negativa a reconocer el derecho de los pueblos a la libre determinación y el derecho de todos los pueblos a ejercer plena soberanía sobre su riqueza o sus recursos nacionales”.

No se me ocurre algo más político que los conceptos “eliminación efectiva de las violaciones”, “violaciones sistemáticas”, “apartheid”, “derecho a la libre determinación” y otros.

Prácticamente todos los artículos de la declaración reconocen este carácter. No obstante, muchas veces las instituciones, personas y grupos defensores niegan el carácter político de la defensa, lo que en mi concepto traiciona su grandeza: lo que quiere un defensor es el establecimiento de un régimen respetuoso de las libertades, y eso es política pura y simple. Los derechos humanos son un proyecto de sociedad justa en que cada ser humano sea libre y digno.

Y por lo mismo que es político, el trabajo por los derechos humanos es profundamente patriótico, en el sentido territorial y temporal de la expresión. Destaco este punto porque no hay dictador ni régimen opresivo que no vea en los defensores unos traidores a la patria. “Agentes del comunismo internacional”, “servidor del imperialismo”, “aliado de los enemigos del pueblo” son conceptos que hemos escuchado por medio siglo y que a pesar de su torpeza seguimos escuchando a diario. Yo destaco que no hay mayor compromiso con nuestras patrias que trabajar para que cada uno de nuestros compatriotas goce de las libertades y derechos reconocidos en la Declaración Universal, así como no hay nada más antipatriota que humillar al propio pueblo.

Un tercer aspecto necesario de destacar es la libertad de toda persona, grupo o institución para fijar el objeto de su trabajo, lo que se llama el “mandato”. En la discusiones sobre la Declaración de 1998 algunos Estados insistieron en que los defensores debieran preocuparse de la defensa y la promoción de “todos” los derechos humanos. Tras esta noble sugerencia, se escondía un propósito perverso, como es la deslegitimación del trabajo de las instituciones que libremente elegían uno o dos objetos de su acción. La Declaración correctamente reservó el vocablo “todos” a la responsabilidad primordial del Estado respecto de los derechos y libertades, pero no impuso a los defensores una obligación que no hubiera sino un pretexto para reprimir a quienes eligieran, conforme a su vocación, un área o materia específica de trabajo.

Es obligatorio para una buena y eficaz defensa de los derechos humanos decir siempre la verdad. En las discusiones del Grupo de Trabajo que concluyó en la Declaración, diversos Estados —los mismos que siempre insistieron en que la defensa de los derechos humanos debe sólo ser humanitaria y jamás política— propusieron resguardos para impedir que los defensores mientan o exageren o tenga propósitos distintos a los humanitarios.

La notable dirección del Grupo y un consenso de Estados respetuosos de los derechos humanos logró que finalmente todos los “controles” fueran eliminados. Pero que se hayan eliminado no significa que el problema no exista; hay muchas instituciones de defensa que aprovechándose de la nobleza de su causa se sienten autorizadas a faltar a la verdad, exagerar o a no distinguir matices. Un buen defensor de derechos humanos debe saber que su mejor arma es la verdad, que la credibilidad es consecuencia de la honestidad, y que ambas ser pierden una sola vez.

Como Relator he debido enfrentar el problema de la credibilidad. Un Relator no es un juez que pueda reunir pruebas muy exigentes. Debo hacer fe en quienes merecen fe, y no todas las organizaciones no gubernamentales, que son una de sus fuentes principales de información, tienen la misma credibilidad. Serán la experiencia, la transparencia, la independencia de cada organización respecto de partidos políticos, etnias, etc., puede darle pistas.

Ligada a la credibilidad está la consecuencia. “Nunca hay una buena razón para matar” debiera ser un lema de los defensores. Un defensor que justifica la muerte de un adversario no tiene autoridad para condenar la de su amigo. Obsérvese que no estoy opinando sobre las vías para combatir la opresión, sino derechamente a los actos de terrorismo privado con que muchas veces se quiere combatir el terrorismo del Estado. El mayor servicio que se hace a un Estado transgresor de sus obligaciones frente a su pueblo es perder la autoridad moral por políticas de dobles medidas.

Una verdadera institución de defensa debe mantener un algo grado independencia. Independencia de los gobiernos, de los partidos políticos, de las iglesias, de la etnia, del gremio, de los proveedores de fondos. Nada tiene de reprochable que una institución esté destinada a defender sólo a sus iguales, pero eso no debe esconderse. Una vez más la transparencia. Debe reconocerse claramente y no utilizar el tema de los derechos humanos para fines encubiertos aunque legítimos. Me ha correspondido en muchos países trabajar con organizaciones no gubernamentales, y leer sus informaciones y testimonios. En tan obvio advertir un interés diferente bajo la cobertura de los derechos humanos, que todo el esfuerzo por esconderlo es inútil.

Los defensores tenemos nuestros propios “textos sagrados” que no son ni los religiosos, ni los libros de economía, ni los manifiestos políticos, aunque no se oponen y muchas veces están inspirados en ellos: se llaman Declaración Universal, Pactos, proyectos de nuevas declaraciones y pactos, etc. Es a ellos a los que debemos fidelidad.

En los trabajos preparatorios de la Declaración sobre Defensores se propuso que se estipulara que los defensores debían ser imparciales y no selectivos. Afortunadamente, de ello no quedó nada. La proposición revelaba que sus autores no entendían nada de defensa de los derechos humanos. Un defensor es por esencia parcial. Un defensor no es ni puede ser neutro entre el torturado y el torturador.

No creo en la no selectividad. Es un concepto difuso, ambiguo, sin historia ni fundamentos jurídicos, éticos ni políticos con el que sólo se busca descalificar la auténtica preocupación por los derechos humanos: se acusa a los defensores del crimen de ser “selectivos”. El problema es al revés: los defensores no “seleccionan” nada, defienden a todas las víctimas. Lo que ocurre es que son los violadores los que tienen la maldita costumbre de “seleccionar” siempre a sus víctimas: siempre son opositores, miembros de otras razas o creencias, etc. Muy frecuentemente, los “seleccionados” son los defensores de derechos humanos, como nuestro recordado Eduardo Umaña, para solo citar al último.

Un defensor de los derechos humanos debe ser, a mi modo de ver, un auténtico combatiente por la democracia. Es verdad que en democracia también se violan los derechos humanos, pero de un modo diferente, con posibilidad de reclamo e indemnización para las víctimas.

Creo que las dictaduras son per se una violación de derechos humanos. Desde luego, la propia Declaración Universal consagra el derecho humano a la participación política, cuya negación es la base misma de toda dictadura. En mis informes sobre Zaire he defendido la existencia de un derecho humano a la democracia, lo que me valió la reprimenda de un alto dirigente afín a Mobutu para quien “la democracia está fuera del mandato de un Relator de derechos humanos”.

En dictadura no es posible la vigencia efectiva de los derechos humanos, aún cuando no haya violaciones concretas. Lo real es que los dictadores más que violar los derechos humanos, lo que necesitan es tener la posibilidad de violarlos en condiciones de impunidad.

Capítulo fundamental del trabajo de una organización de defensa de los derechos humanos es la solidaridad internacional activa y pasiva. Más de alguna vez me he sentido en la obligación de dar disculpas por la conducta de mi propio país. Chile, junto a Sudáfrica, han sido los más beneficiados por la solidaridad internacional. Pero lamentablemente no supo responder a tanta generosidad. Una de las razones de mi renuncia al cargo de Embajador fue justamente esta. Lo triste es que esta falta de solidaridad no sólo es del Gobierno, sino también de la sociedad civil.

Los defensores debemos asumir, como escribe el gran pintor chileno Roberto Matta, que la patria es más un concepto temporal que territorial. “Son mis compatriotas los que viven cuando yo vivo”. Nuestro trabajo es auténticamente “sin fronteras”.

La Declaración sobre los Defensores es elocuente: los artículos 5.c, 9.4, 14 y 18 hacen expresa referencia a esta materia. Dando y recibiendo solidaridad es como hacemos nuestro aporte al “desarrollo de relaciones amistosas entre las naciones”, originando en “una concepción común” de los derechos y libertades fundamentales que permita la concreción del “ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en la Declaración Universal, promueven su reconocimiento y aplicación universales y efectivos”.

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*Roberto Garretón es abogado, embajador de Chile ante organismos internacionales de derechos humanos 1990-1994. Relator Especial de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas para la República Democrática del Congo (ex Zaire).

Publicado en El Mostrador